
Un latido en el fondo de mi vientre
me hace obedecer a la querencia sin lutos
que nace de la mente alada.
El deseo me despierta, me pervierte,
me reclama desde lo más alto,
me atrae con un eco de distancias.
Acaricio mi cuerpo como si fuera mío,
desestructuro mi cosmos y me uno
a los poderosos límites de la nada.
Mi imaginación sale al paso, se recrea,
revolotea en mis huecos sugeridos
por la inteligente voz del alma.
A nadie echo de menos ni de más
para que mi sexo enrojezca en fresas,
para que el ansia aborrezca la calma.
Lubrico y me enrosco en mí,
me amo por encima de todo,
mi vida cobra vida interesada.
Esa voz me arrastra por la tierra,
me emparenta con leves nubes,
me convierte en brisa estanca.
Suspiro, respiro, adivino la idea,
me desescombro y me limpio,
me encamino hacia la bella estancia.
Subo, subo como nadie lo hizo,
desacelero por continuar el rumbo
que juega con el espejo de mi cara.
Y danzo en el ritmo inconcluso
de la extrema y tenue vaguedad
del caos en mi propia manzana.
Sucumbo a la voz que llama, me tenso,
me atravieso, me reflejo, me invento,
voy y vuelvo, el placer me encarna.
Y mi sexo, relajado por mis manos,
agradece sonriendo
que no haya nada que fingir.
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