Basta un segundo
para que todo cambie de arrullo a grito,
de música a sangre,
de baile a grano de arena
en la base de un reloj más triste
que un desierto malherido.
El sonido del cuerpo,
cayendo vertical tras el disparo,
ya no es ave ni canto,
no es pluma ni el vuelo
de una voz que nunca ofende.
En un instante se aprende
que hay muertes
más muertas que otras,
y nunca se olvida.