No lo esperaba,
por eso la botella gritó con la garganta llena de agujas al sentir el golpe.
También eso ya era nada, como si nunca hubiera existido el abrazo al 12%
que abriga dentro de los huesos, el alivio mismo caminando por mil vidas hasta llegar a la sangre.
Él sabía que, desierta, ya no servía para engañar a nadie,
por eso dividió su vacío en los trozos que antes formaron una esbelta figura vestida de etiqueta;
un aura transparente flotaba en ese momento con la lentitud de las ideas recién pensadas,
aroma de vino trepando por un aire mezclado con dolores sin historia -de tanta memoria presa-,
y veloz huía luego por los ojos de la casa, abiertos a la noche de todas las almas
y algunos gatos tristes.
El día siguiente llegó iluminando sus brazos tatuados
con lo que fue el corazón de aquel continente.
2 comentarios:
No sé si seré yo o es que coincide que tus dos últimos poemas me saben a sal y finales.
He dedicado mucho tiempo a leer a los antiguos filósofos y resulta que se me estaban escapando tus flores este invierno. Me alegro de volver junto a tu lar.
Besos
Qué bien viene repensar a los antiguos filósofos, cada vez se entiende mejor, o peor, lo que querían decirnos.
Los inviernos me llevan a buscarme por ahí, Ana, por los finales. Nada que no pueda arreglar la primavera.
Un abrazo grande.
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