Hacía
poco tiempo que me había mudado a uno de los pisos de un edificio
centenario, situado en un viejo barrio de Madrid. Se trataba de una zona de
antiguos comerciantes y aún mantenía cierta prestancia el portal,
amplio y con una decoración parecida a la de algún salón
menor del Palacio de Versalles, capricho de la dueña del inmueble, que nos cobraba el alquiler a todos los vecinos, dos alquileres en
cada una de las cuatro plantas, una señora rechoncha pero muy tiesa,
si te la encontrabas por la escalera, porque no había ascensor,
aunque tú bajases y ella subiera, siempre parecía que bajaba ella,
puede que por su afiliación al Opus Dei.
Los
techos de las viviendas se elevaban hasta el infinito, por eso la
escalera estaba dotada de interminables tramos; yo vivía en el cuarto y aún así subía los mismos escalones que llevan a
un octavo piso de Fuenlabrada, Leganés o San Blas. Pero, más arriba
aún, había una buhardilla que servía de cobijo a un anciano. Era
el habitante más antiguo del caserón, y me producía mucha
curiosidad, imaginaba que había sido un luchador republicano, pero
del servicio de inteligencia, y que cuando esto ya no tuvo remedio,
escapó para ser útil a la libertad luchando contra Hitler. Y que
cuando pareció que habían ganado los buenos, volvió a su ciudad
para poner un grano de arena en la restitución de la democracia,
pero como los buenos no eran tan buenos, o no con todos, después de
llevar toda la vida creyendo en todo, ya no creía en nada.
Algo
de eso tuvo que ocurrir, apenas salía de su covacha, y, de hacerlo,
era a horas intempestivas. Como yo también soy intempestiva, en
ocasiones lo encontraba entrando o saliendo del presumido portal. La
primera vez, saludé con una gran sonrisa... ni me miró. Pensé que
habría tenido un mal día, pero exactamente eso era lo que me
esperaba siempre que nos cruzábamos, como diciendo, sin decirlo:
“que me dejéis en paz, carajo”. Aunque sé que en
algún momento le ablandé el corazón, porque mi saludo no cejaba, y
al final se le escapaba una media sonrisa tipo muesca en la culata de
un Colt.
Un
día de otoño, más cerca del invierno que del verano, después de
una noche sin luna, lo encontraron en su cama oliendo a cadáver ligeramente
descompuesto. La rolliza señora del Opus no dejó que se le notase
ni un movimiento involuntario en el rostro gordinflón, pero se
alegró muchísimo, ese hombre pagaba una renta antigua que no servía
ni para un óbolo. Ya tenía planeado, desde hacía tiempo, reformar
la buhardilla y alquilarla a algún jistercúl, o como se llamara a
esa gente que tenía dinero, por su verdadero precio, “que estamos
en el cogollo del metro cuadrado a lo que me salga del papo”,
pensaba.
Ya dejé dicho que soy intempestiva, así que no supe nada hasta que, un final de noche principio de mañana, al volver a casa, vi en la acera, justo frente
al portal, un contenedor recién alimentado; eso era para mí mejor
que un Disney World, me acerqué entusiasmada para ver qué había.
Revolviendo todo aquel arsenal de posibilidades, me quedé
petrificada por un momento. Reconocí la gorrilla parda del
viejo vecino... y aquel abrigo que ya no abrigaba... y vi sus gafas
redondas doradas asimétricas de cristal rayado. Seguí, ya con otro
ánimo, y encontré libros (Los Miserables, Agatha Christie,
Nietzsche, Miguel Hernández, Spinoza...), anotaciones, bibelots,
cajas de latón con lapiceros y bolígrafos, varios dibujos a
carboncillo... la única fotografía era una efigie de
Ferrer i Guardia. Quizás había sido un maestro de la
República que viajaba con Lorca para acercar la cultura a la gente
de las aldeas. Aquel anciano, más que delgado, resumido, ya no
estaba, ¿cómo sabría ahora quién era?
Al
darme la vuelta para abrir el portal, triste y desconcertantemente
desamparada, un objeto del contenedor me llamó. No es que lo viera
de refilón, es que me llamó a gritos. Era una cartera de mano de
unos 25 ctms. de longitud y quince de alto, de un plástico marrón
bosque, sin cuartear, de los que ya no se hacen. Comprobé
que tenía varios departamentos: vacío... vacío... en uno de ellos
encontré un papel amarillento, doblado con el fin de guardar unas
letras, letras preciosistas inclinadas hacia delante, letras que,
más que letras, eran dibujos. Desplegué sus alas con mimo, para no rasgarlas, y
leí: “Soy tú, bienamada, la corona de tu vértice y el trueno que
descarga en tu costado, tú eres aire azul sobre el Ícaro creyente,
eres yo, y no podemos encontrarnos”.
Subí
aquellos interminables tramos de escalera hasta llegar al cuarto izquierda,
abrí la puerta, me senté en mi cama, y me puse a llorar como si a
ese hombre lo hubiera conocido desde siempre. Aún guardo aquella
cartera.
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