Sin
él, la calle
era
un cuerpo con prisa y sin memoria,
movimientos
inválidos para el asombro
corriendo
por espacios
que
ya no eran de nadie;
a
su lado,
una
diferencia me distinguía ante los ojos
de las sombras pálidas:
la
gente nos miraba con ese desprecio
del
que teme algo,
y
entonces lo abrazaba buscando
mi
refugio en su historia,
que
nunca tuvo miedo,
porque
su piel era el brillo
de
un cuarzo negro meditando la escapada,
la
llama que
prefieren las hogueras,
una
espiga negra rebosante del misterio
que se esconde entre la vida.
Aún
no era invierno,
pero
el aire llegaba acompañado
por
el frío que cabe
en
la mano de un pobre.