Yo
no hablo con los muertos,
son
tantos,
que
mi voz se asusta y
no sale y por eso
no
escucho de ellos
más
que sílabas remotas
orgánicamente
dispuestas a decir nada
de
la forma más confusa posible.
Sin
embargo, en la noche de todos los difuntos
se
entiende con claridad meridiana
lo
que cuenta al unísono esa turba melancólica y
decadente
que reluce como fósforo de cementerio
(un
mitote, supongo,
terapia de grupo, catarsis,
qué
sé yo cómo lo llamarán en su mundo),
se
quejan del exilio,
pero
sin ganas de discutir con el primer viviente
que
se aparezca de anochecida,
no
hay voluntad beligerante, cuestión de capital importancia,
si
recordamos la mala fama que sobrellevan.
Me
gustaría preguntarles algo que ronda mi entendimiento,
pero
la sordera de los finados es
de una calidad elíptica;
a
veces creo que me ignoran
porque
así lo disponen sus leyes desesperadas.
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