Mírala,
ya
llega de nuevo,
cubierta
de ceniza bajo un paraguas cerrado,
diluida
en agua con polvo de gelatina,
pálida
de haber cumplido el viaje a pasos más largos
de
lo que su altura pudiera hacer pensar.
Es
fuerte,
esa
fragilidad que se aferra a precipicios de cráteres,
receptora
de estómagos de volcanes,
inmensa
en su papel de lago y espejo
frente
a una gota en un grifo sonando a balas,
cuando
todos duermen.
De
dónde vendrá la arena movediza
que
invade las paredes de la casa,
si
regresa;
cómo
consigue que todo parezca el último eco
de
un reloj inútil a las 4:20,
tierra
de nadie aquí mismo,
al
lado.
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