Si el último sol de la tarde muestra la cabeza
con
esa elegante decadencia
que tiene la luz invertebrada,
y saluda al
público en el escenario,
y sonríe como haría un estepario
antes de la huida,
se deja ver el final que acelera el laberinto.
Uno
nuevo reclama su sitio,
le van naciendo la frente,
los puños y
la altura
de la velocidad de su ciencia,
los telares de las alas,
la
certeza impresionante de seguir creciendo
sin milagro que lo
impida.
Es entonces cuando el vientre avisa
de cien diablos
invadiendo la mecánica,
de nada sirve fingir que se atiende lo importante
(¿hará frío dentro de un grano de arena?
¿volará el
cuco sobre la margen izquierda del nido?),
un lobo sabe que importa pagar la deuda,
y que sigan las respiraciones.
Si algún
final viene a verte,
lo más sensato es abandonarse a la caída.
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