Mezcla una ruina de espinas con distraídas preguntas
y nota el parecido conmigo,
que juego a los instantes negros porque nunca me alejo
de tierras desconocidas por las que corro sin suelas
para sentir la tierra y sus alas de aire despeñado.
Pon un plano con señales de guijarros al lado de un abanico anfibio
y verás el color que me rodea
cuando me mira un sol tibio por los huecos de los muros.
A eso huelen las tardes en calma:
a gallo que canta a deshoras y a legañas
que me siguen sin renuncia
para ser piedras de arroyo.
A los ojos de una gata, a cruces en el suelo y a hojas que brotan
de la silla que sostiene;
a un silencio de sonidos haciendo sitio a los que nacen, sin morir ninguno.
Hay que subir para saber qué dicen
las uñas de mis dientes
después de haber mordido un suelo alfombrado de lombrices
de hierro sucio,
cómo brilla el eterno sudor de los inviernos, famélicos y largos,
lo que piensa la bestia que guardo
entre mis tesoros.