Una mujer color de tinta cobriza
cimbrea su postura mirándome desde el balcón
de un espejo cómplice en el azogue.
Mercurio diseña por ella los movimientos, tan lentos
que se diría que el tiempo aún no ha nacido
para el bostezo infinito.
Elástica y dolorosamente bella,
con esa quimera pintada en la frente
como un lunar de Shiva,
ladea la cabeza y su pelo es cascada
en horizontes verticales
de pétalos aparecidos para el placer de las orquídeas.
Nada más se mueve en el marco,
que aparenta ser imagen borrosa por el humo de los cigarrillos.
Levanta una mano,
las dos,
hacia el cielo,
y se ofrecen mil reproducciones de ese milagro.
Con cándida lascivia se descalza luego asomando un pie
digno de que lo adoren todos los componentes
de todas las dinastías, lo acaricia, frágil polluelo,
me mira de nuevo y sonríe
como un ángel que nunca viera morir su sexo
por afán de lo extraordinario.
Con sólo ese gesto, hace que la eterna canción de las esferas
sea un breve silbido de sonidos apagados.
Y yo lo comprendo entre mis manos radiantes.