Un taconeo extraño
revistió el aire de un aroma
gris, húmedo y desafinado,
algo desgarrando fosas nasales como
uñas de gato loco por un sorbo de aguarrás.
La huérfana pulsera de oro reclamaba rellenar
su espacio vacío de cante jondo,
reflejo dorado en las huesudas manos
del amo de los cambios del aire.
Mientras, el polvo del desierto tatuaba las líneas
de los ojos con una lágrima siempre apoyada
en el extremo noroccidental, según se mira
desde la boca del estómago.
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