Estaba empecinado.
Sus principios no le dejaban respirar bajo el agua
o diluirse en el fondo de las charcas
en las que no hay pecina.
Sus tatuadas ideas no eran más que finales de una era
que no entendían que nacía un nuevo evo atravesando
mares y montañas como una bala recién despedida.
Si su úlcera gemía, no era por perseguir
el divino origen del alcohol;
era porque su estómago decía
que no podía tragar más quintales
de sacrificios reservados a los llamados
por el camino de la amnesia.
Cuando su tensión arterial subía, no era que el amor
amenazase con derruir el tejado de su hogar;
era porque las prisas llevaban las bridas por el wild side más serio.
No tiene sentido no reírse de uno mismo.