Cuando la torre se viste de nubes preñadas
y el sol abandona la escena,
el sonido de una campana triste estrangula
las gargantas con una garra de arena.
Los cierres de las pequeñas tiendas resuenan
como grillos perezosos, las luces se encienden
tan mansas como una balsa de aceite.
La noche y el silencio, paseando de la mano,
acarician el ombligo de aquella eterna plazuela.
La piedra es la sola vida que queda para velar
esa sombra que reposa en las callejas
cuando los quehaceres duermen,
como si no tuvieran conciencia,
en una cama de roble
nacido y muerto en Castilla la Vieja.